Comentario
Es sabido que a lo largo del siglo XX se produjo un profundo cambio demográfico en España. En los primeros ochenta años la población se duplicó, la tasa bruta de natalidad se redujo a menos de la mitad, y como consecuencia de ello se modificó la estructura de la población por edades, disminuyendo el porcentaje de jóvenes y adultos, e incrementándose el de mayores de 65 años, con el consiguiente envejecimiento de la población. Asimismo, la tasa bruta de mortalidad se redujo a menos de la tercera parte, a la vez que descendió drásticamente la mortalidad infantil, y la esperanza de vida se duplicó con creces. La edad media de contraer matrimonio disminuyó también, lo que unido a la caída de la natalidad nos hace pensar en el uso generalizado de métodos anticonceptivos. España pasó de ser un país predominantemente rural a otro urbano, lo que supuso la modificación de la distribución sectorial de la población activa.
Todos estos cambios se han llevado a cabo a lo largo de ochenta años, presentando dos etapas que, aunque reflejan tendencias similares, se diferencian por el nivel de intensidad, siendo la separación de ambas fases la Guerra Civil, que tuvo indudables efectos en nuestro proceso demográfico. Baste señalar en tal sentido el freno en el proceso de urbanización e industrialización que se aprecia en los años cuarenta y la incidencia que sobre el crecimiento de la población tuvo la contienda tanto en lo referido a la natalidad como a la mortalidad. En este último aspecto, Juan Díez Nicolás ha calculado que entre 1936-39 hubo un exceso de defunciones de 344.000 sobre las que habrían podido darse en años normales. A ellas hay que añadir otras 214.000 para los tres años siguientes (1940-42). Por tanto, el número de muertos atribuibles a la guerra y la posguerra puede cifrarse en torno a los 558.000, tanto debido a defunciones causadas directamente por la guerra, como a las motivadas por el hambre, la subalimentación, las malas condiciones sanitarias y la represión. No será hasta 1944 cuando la mortalidad reanude la tendencia al descenso que se había manifestado durante el primer tercio del siglo.
Entre 1940 y 1970, la población aumentó en algo más del 30%, siendo el periodo intercensal de mayor crecimiento la década de los sesenta y setenta, con una tasa de crecimiento acumulativo que supera el 1%. La causa más importante de este crecimiento se debe a la caída ininterrumpida de la tasa bruta de mortalidad (mientras que en el quinquenio de 1946-50 era del 11 por 1.000, en 197175 supone el 8,5 por 1.000). A su vez se produjo un aumento de la esperanza de vida, que pasó de 50,1 años en 1940, a 73,3 años en 1975. Para que esto fuera posible hay que tener en cuenta las mejoras habidas en la alimentación, en los hábitos higiénicos y en la medicina.
La natalidad se mantuvo muy estable desde los años cuarenta hasta comienzos de los setenta, aunque se aprecian ligeras oscilaciones: un pequeño aumento entre 194349, seguido de un descenso entre 1950-54, y un nuevo aumento desde 1955 hasta 1964. A partir de dicho año comienza un suave descenso que se va a intensificar desde 1977. De forma parecida se comporta la tasa bruta de reproducción y la tasa de fecundidad.
Un hecho que llama la atención, sobre todo por su disparidad con el modelo europeo, se refiere a que la edad media de contraer matrimonio tendió a elevarse en la posguerra, manteniéndose alta hasta comienzos de los setenta en que inicia una caída significativa.
El comportamiento de las tasas de natalidad y mortalidad tuvo una clara influencia sobre la estructura de edades. En 1940 los menores de 15 años suponían el 29,9% de la población, y en 1970 el 27,8%. El grupo de edad comprendido entre los 15 años y los 64 también se redujo en el mismo periodo de tiempo, pasando del 63,6% al 62,5%; mientras que los mayores de 65 años aumentaron su porcentaje del 6,5% al 9,7%. Estos datos confirman la tendencia hacia el envejecimiento de la población.
La emigración exterior fue especialmente intensa a lo largo del siglo XX. En el primer tercio del mismo el flujo migratorio se dirigió fundamentalmente hacia América (emigración transoceánica). Tras la Guerra Civil, y como consecuencia del conflicto bélico mundial, se redujo el flujo migratorio, aunque España siguió padeciendo este fenómeno que durante los años cuarenta se canalizaba aún casi exclusivamente hacia América. En la década de los años sesenta los emigrantes se dirigen a Europa preferentemente debido a la intensa demanda de mano de obra de los países europeos avanzados, así como al proceso iniciado en España de desagrarización y de incremento del paro como consecuencia del Plan de Estabilización.
Desde 1961 la emigración hacia Europa superó por vez primera a la transoceánica. La media anual (entre 1963 y 1973) de emigrantes a Europa fue de cerca de 84.000 personas, quebrándose a partir de 1974 como consecuencia de la crisis económica que afectó a los países de destino. Pese a esta última tendencia, a principios de los años setenta el número mayor de españoles fuera de nuestro país seguía encontrándose en América (2.223.883), seguida de Europa (1.182.264), concentrando entre ambos continentes el 98% del total de emigrantes.
La emigración continental se centró en más de un 90% en la República Federal de Alemania (RFA), Francia y Suiza. Al primero de dichos países, según las cifras oficiales, emigraron entre 1961/75: 406.625 españoles; esta cantidad aumenta, si consultamos las estadísticas del país de destino, a 564.590. En todo caso las cifras citadas siguen siendo objeto de polémica y algún autor como Guillermo Díaz-Plaja no duda en afirmar que la presencia de españoles sobrepasó ampliamente el millón. La economía alemana buscó en la mano de obra extranjera apoyo para su expansión industrial y de servicios, ocupando a los emigrantes en los puestos de peonaje, en los trabajos más duros y peligrosos. El origen regional de los emigrantes españoles que se dirigieron a la RFA fue sobre todo Andalucía y Galicia.
Tras la RFA, se sitúa Francia que combina dos tipos de emigración, por un lado la permanente, que oscila entre 1961 y 1975, según las fuentes, entre 235.166 personas según las cifras oficiales y 496.866 según las estadísticas francesas; aunque, al igual que ocurre con la RFA, la cifra real fue mayor. Por otro lado se asiste a una importante emigración temporal, que para el periodo de tiempo anteriormente señalado asciende a 1.468.565 españoles. Esta última tiene un signo claramente agrícola, ya sea en la remolacha de las regiones bretonas y del Norte en general, como en el arroz y sobre todo en la vendimia de Languedoc, la Provenza y el Rosellón. El origen de los españoles que emigran a Francia se centra en la zona levantina (región valenciana, Murcia y Albacete) y en la andaluza-extremeña. Siendo la primera de dichas zonas la que envía más emigrantes para las faenas de temporada.
Esta importante emigración exterior supuso una válvula de seguridad para la economía española, incapaz de absorber la oferta de mano de mano de obra disponible y así mantener los niveles de desempleo en porcentajes muy bajos. Pero además implicó la llegada de remesas, que durante la década de los sesenta alcanzó los 3.000 millones de dólares. El nivel anual a partir de 1970 se situó por encima de los 470 millones de dólares, cantidad nada despreciable, equivalente nada menos que al 25% del valor de nuestras exportaciones y al 35% del déficit comercial exterior, configurándose así en la segunda partida en importancia de ingresos por divisas tras el turismo.
Junto a la emigración exterior, se produjo un intenso desplazamiento de la población dentro de España, dando como resultado dos realidades contrapuestas (dos Españas): una que tiende hacia la congestión poblacional y otra a la desertización; una que atrae y otra que repele población. En 1950 las provincias costeras y el centro madrileño, junto a las islas, son las zonas más pobladas, mientras que el interior sufre un proceso permanente de despoblación.
Dicho fenómeno se intensificó a partir de la década de los cincuenta, con un progresivo abandonó de la población que vivía en el interior (provincias que rodean Madrid y lindan con la frontera portuguesa) para concentrarse en Madrid-ciudad y en las provincias costeras, principalmente Barcelona, Guipúzcoa y Vizcaya. Este movimiento de población supuso acceder a los lugares donde se encontraban los recursos, puesto que éstos no llegaban a sus regiones de origen.
En la década de 1960-70, según Amando de Miguel, las áreas de inmigración están formadas por los tres grandes centros de desarrollo histórico (Madrid, Barcelona y País Vasco), las provincias insulares, la franja costera catalano-valenciana y la unión de esa franja con el País Vasco a través de Zaragoza y Navarra. Todo el resto del país, el interior y las zonas costeras más alejadas de la frontera francesa, se convierten en zonas de emigración.
Como consecuencia de estos movimientos se acelera el proceso de urbanización, es decir, el proceso por el cual un volumen creciente de población pasa de residir en comunidades rurales a hacerlo en ciudades. En España la proporción de población en ciudades de más de 100.000 habitantes pasó de un 9% en 1900, a casi un 37% en 1970, y la tendencia continuó en aumento. Para que nos hagamos una idea de la intensidad de dicho fenómeno, en 1950 el nivel de urbanización de las áreas metropolitanas en España era un poco inferior al de Francia, pero en 1965 el nivel español superaba ya al francés de 1962. En suma, el proceso de urbanización de las grandes ciudades avanzó en España más rápido que en Francia, y en los años setenta el nivel alcanzado en nuestro país superó ampliamente al del país vecino.
Buena muestra de esta aceleración de la urbanización lo tenemos a la hora de cuantificar la población según el tamaño de los municipios. Teniendo en cuenta la clasificación que realiza Salustiano del Campo, que considera un municipio rural aquel que tiene menos de 2.000 habitantes, semiurbano el que tiene entre 2.000 y 10.000 habitantes y urbano el que tiene más de 10.000. Se aprecia que la población que reside en los municipios rurales pasa de un 16,7% a un 11% entre 1950 y 1970, la que habita en municipios semiurbanos desciende del 31,2% al 22,5% y por último la población que reside en los municipios urbanos pasa del 52,1% al 66,5%, siendo la única que se incrementa tanto en términos cuantitativos como porcentuales.
Las zonas más urbanizadas fueron: Madrid-capital y su zona metropolitana; Barcelona que extiende su influencia por la costa mediterránea, las Baleares y por el interior, a través de Zaragoza, para enlazar con el País Vasco; el País Vasco, con múltiples centros (Bilbao, San Sebastián. Irún, Eibar...), que se une con Zaragoza y por la cornisa cantábrica, hasta enlazar con Oviedo-Avilés-Gijón; Valencia-Alicante, que se desborda por Murcia y Castellón; Andalucía occidental, sobre todo a través del eje Sevilla-Cádiz; las Canarias; y la Galicia costera, que aunque más débilmente muestra dos focos importantes: La Coruña y Vigo.
La configuración del proceso de urbanización resultante es de tipo-estrella y responde históricamente al trazado de la red de carreteras y ferrocarriles, que tienen una estrecha relación con la política centralizadora llevada a cabo desde el siglo pasado.
La población activa ha venido creciendo ininterrumpidamente desde principios de siglo. Entre 1940 y 1970 aumentó un 29,2%, algo menos de un punto respecto a población total, por lo que se produce un leve descenso en la tasa de actividad, que se sitúa en el 35%. Tan bajo porcentaje se debe al hecho de que España posee la tasa de actividad femenina más baja de Europa: en 1970, el 23, 7%. Este último dato nos hace suponer elevados niveles de ocultación del trabajo de las mujeres. La tasa de crecimiento acumulativo anual de la población activa aumentó por encima del 1% (el 1,6%) en la década de los cincuenta, para luego iniciar un leve descenso en la década de los sesenta (0, 9%) que se intensificó en los años setenta (0,08%).
Al existir un mayor crecimiento de la población total que de la activa, así como un importante incremento de la producción a costa de comprimir la población potencialmente productora y aumentar la población dependiente, se deduce que el desarrollo se realizó sobre la base del aumento de la productividad por persona, resultado de dos factores: mejora en la cualificación del capital humano y mayor inversión de capital. De hecho, entre 1965 y 1975 la tasa de crecimiento anual de la formación bruta de capital fue como media del 7,9% en pesetas constantes de 1970.
La distribución sectorial de la población activa deja claro el descenso espectacular de la agricultura, que entre 1950 y 1970 pierde casi 2.400.000 empleos. Por el contrario, la industria manufacturera experimenta un importante crecimiento, dando trabajo en 1970 a 1.100.000 trabajadores más que en 1950. Lo mismo sucede con el sector terciario que aumenta su capacidad de ocupación en más de dos millones de empleos. Nos encontramos pues ante un intenso proceso de cambio que nos lleva desde una economía agraria a otra industrial y, por fin, de servicios. Este proceso que ya se había dado en los países desarrollados a lo largo de más de medio siglo, en el caso español tiene la peculiaridad de su rapidez al llevarlo a cabo en poco más de veinte años.
En 1975, final del periodo objeto de nuestro estudio, según un informe del Banco de Bilbao, la distribución de empleo era la siguiente: la agricultura contaba con 2.938.856 activos, es decir, el 22,2% del total de activos, con un porcentaje de asalariados del 32,7%. La industria tenía 3.593.156, el 27,2% del total de trabajadores que, sumado a la construcción, elevaría dicho porcentaje al 37,1%. Su tasa de asalariados era del 90%. La construcción ocupaba a 1.315.489, el 9,9% del total, con un porcentaje de asalariados del 88,8%. Y, por último, los servicios empleaban a 5.383.495, el 40,7%, con un porcentaje de asalariados del 75%. Como se puede apreciar, la tendencia mayoritaria hacia la terciarización es clara, junto al predominio de los asalariados en la estructura productiva, signos inequívocos de crecimiento y modernización económicas.